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11 de noviembre, 2013

Falleció, a los 91 años de edad, Joaquín Hernández Galicia, La Quina, integrante de un grupo de líderes sindicales que en su momento fueron un mito viviente y hoy, ya muertos, lo siguen siendo.

Cuando La Quina controlaba al Sindicato Petrolero, desde su feudo en Ciudad Madero,  el sindicalismo prepotente se multiplicaba en todo Tamaulipas, con Reynaldo Garza en Reynosa, con Agapito González en Matamoros, con Diego Navarro en Tampico, con Pedro Pérez Ibarra en Nuevo Laredo.

Del cacicazgo de Hernández Galicia, escribió Francisco Ortiz Pinchetti:

El cacicazgo de Joaquín Hernández Galicia desbordaba en efecto el control petrolero… apéndice de su imperio era el PRI, sus empleados, los dirigentes locales y estatales del partido. Lo eran también los presidentes municipales de Ciudad Madero, Tampico, Aldama y Altamira. El nombraba jefes policiacos, jueces, agentes del Ministerio Público. Imponía dirigentes  obreros y campesinos. Controlaba medios de comunicación, la Universidad, el Tecnológico. Construía caminos, entregaba placas de  taxis, pavimentaba calles, financiaba siembras, otorgaba préstamos, castigaba indisciplinas, repartía contratos y canonjías, ayudaba a desvalidos, perdonaba deudas, mandaba golpear disidentes, aprobaba  -- y condicionada—gobernadores del Estado. Tenía incondicionales suyos en el Congreso local. Designaba diputados federales. Daba órdenes a delegados de dependencias del gobierno federal. Ayudaba económica o políticamente a sindicatos. Edificaba casas. Apoyaba obras pías. Designaba directores de escuelas. Aplastaba enemigos…

Y un poder similar al de  La Quina, ejercían en sus respectivas ciudades los otros caciques, que se sentían intocables  y la mayoría terminaron aplastados por el propio Sistema que los creó y los protegió.

Aquel 10 de enero de 1989, el país se sorprendió con la detención de  Joaquín Hernández Galicia y ese mismo día Fidel Velázquez, el hombre mito atrás de la CTM, salió a defenderlo y a exigir su liberación, pero con el paso de los días justificó su aprehensión, señaló que no había amistad que valga  y dijo  que su  detención estaba apegada a derecho.

Días después se  ejecutó la  detención de la mano derecha de La Quina,   Salvador Barragán, el hombre que apostaba y perdía un millón de dólares en una mesa de juego de Las Vegas, pero al que antes de la caída de su cómplice,   nadie  investigo.

Aunque a La Quina se le condenó a 35 años de prisión por los delitos que se le imputaron, entre ellos la muerte de un fiscal federal, terminaría siendo liberado ocho años después, pero ya jamás se le permitió retomar el poder. La Quina terminó moralista, como si su obscuro pasado, en el que se le involucró en el asesinato de opositores,  nadie los conociera.

En los ochentas, La Quina, estuvo  en Nuevo Laredo, primero  en el desaparecido motel El Río y luego  en la inauguración de la tienda para trabajadores petroleros. En ambas, la prepotencia fu su sello de presentación ante los reporteros, prepotencia respaldada por un grupo de   guaruras, dispuestos a  atender las indicaciones de su  amo. Era, pues, un patán, además de muchas cosas más.

 

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