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20 de marzo, 2011

 “Primero comer que ser cristiano”, dicen, incluso, los ideólogos de convento. Los marxistas, en meridianos similares, dan prioridad a la “estructura sobre la superestructura”. En otras palabras: estos y aquellos coinciden en algo fundamental: el hombre requiere antes de cualquier cosa, un mínimo de bienestar material para existir, para pensar, para ser.

Eso lo sabe, cualquier chico de prepa.

Los que parecen no saberlo, son el gobernador Egidio Torre Cantú y su selecto grupo de asesores. Con una mentalidad que se instaló mucho más atrás de la baja Edad Media impulsaron, a su juicio, una genial idea: el Festival Cultural del Altiplano.

Ese evento “histórico” (decían los boletines) se desarrolló en la región de mayor atraso social del estado: el semidesierto tamaulipeco. Los miserables (que no pobres) hombres y mujeres de ese lugar escucharon las soberbias interpretaciones de música clásica dirigidas por el relevante director Sergio Cárdenas. Los depauperados, de los más depauperados de Tamaulipas, vieron con asombro la masiva visita de filarmónicos y políticos advenedizos (Torre Cantú a la cabeza) que les llevaban, con una visión de conquistadores, alta Cultura.

 “Les llevamos alimento espiritual”, dijo Egidio.

Para quien conoce la situación de la planta productiva del Cuarto Distrito y sus derivaciones sociales, esa idea del gobernador es una aberración tanto como un insulto. Para quienes han sido olvidados recurrentemente por las administraciones gubernamentales desde que se recuerde, debe ser una burla más en ese trágico destino.

La escena del festival del Altiplano, con Egidio al frente, no fue diferente a la que los ricachones de Tula construían en la Plaza Principal para celebrar los 16 de septiembre la Independencia. Se reunían pobres y ricos a comer y a beber y a escuchar a las bandas del pueblo hasta que el cuerpo aguantaba. Comerciantes, hacendados, indios Naola y Pisones, profesores, artesanos y hasta sacerdotes convivían como un solo cuerpo social. No había discriminación; no había reproches; no había explotadores ni explotados.

Esa armonía social era fugaz. Horas más tarde, como relata Serrat genialmente en su canción La Fiesta, volvía “el rico a su riqueza y el pobre a su pobreza”. El sueño terminaba con la resaca popular y con la aligerada y lavada culpa de los potentados de la zona, que desde su rol de explotadores habían dado “alimento espiritual” a la plebe, a la chusma. (Años más tarde, se darían cuenta que el “alimento espiritual” no es lo fundamental en la vida de la sociedad: vivirían la más sangrienta revolución que se haya visto en Tamaulipas cuando faltó el alimento –así: sin adjetivos-.)

Igual Egidio y sus acompañantes. Llegaron, comieron, escucharon música, se fundieron con los pobres de la zona, se tomaron fotos y se fueron. Al otro día la armonía terminó: “volvió el rico a su riqueza y el pobre a su pobreza”.

 “Arriba en la cuesta, terminó la fiesta…”

 

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